El Cerro Pucho, Llama, Chota, Cajamarca
En un Perú saturado de turismo, en el que adentrarse en la naturaleza o viajar no es más que un simple acto de turismo convencional, con rutas delimitadas, lugares tradicionales y muchas veces marcados por la acción humana. Explorar nuevos lugares es un enorme respiro.
Llama es un pequeño pueblo en camino a la sierra nororiental y de paso obligatorio para los viajeros rumbo a Chota y Cutervo; he pasado muchas veces por la zona y en mis noches de insomnio en un autobús, casi siempre he podido observar a través de las húmedas ventanas un hermoso mar de nubes que cubre las montañas más bajas hasta el horizonte. Así que, con la esperanza de volver a ver ese colchón de nubes, emprendí el viaje.
Uno de los mejores lugares para observar el atardecer estaba camino a una comunidad llamada San Juan de Cojín. Me propuse llegar hasta dicho pueblo y subir al cerro más cercano desde donde esperaba poder observar todo el valle del río Chancay.
El viaje comenzó muy temprano por la madrugada. Y después de dos horas y media llegamos a Llama, desayunamos café y pan con delicioso queso de la zona y nos abastecimos del infaltable aguardiente para soportar la fría noche que nos esperaba. Continuamos con el viaje unos 30 minutos a San Juan de Cojín, primero por la pista y luego por una trocha en muy buen estado que desciende hasta el pequeño poblado. La neblina nos acompañó todo el trayecto y no pudimos orientarnos con facilidad, pero preguntando a las personas que nos encontramos en el camino, llegamos sin problemas.
San Juan de Cojín es un poblado conformado por unas pocas casas de adobe, donde predomina su capilla y su enorme cancha de fútbol. Al llegar, encontramos una bodega y adquirimos algunas provisiones. Ahí fue donde conocimos a nuestro guía: Álvaro Dávila, un hombre de 48 años, “casi medio siglo” en sus palabras, y cuya amabilidad y elocuencia nos tranquilizó; de inmediato supimos que el viaje habría valido la pena. Álvaro nos contó que no éramos las primeras personas que llegaban en busca de los paisajes de San Juan de Cojín; otros nos habían precedido: turistas, estudiantes de arqueología y otras disciplinas, atraídos por los restos arqueológicos y la biodiversidad de los bosques de la zona baja de la comunidad.
Álvaro se ofreció a llevarnos a la cima del cerro que había visto en el mapa y del cual ahora sabía su nombre: era el “Cerro Pucho”. Nos explicó que le debe su nombre a la forma de “pucho” (cigarrillo) que posee y que se puede observar desde la trocha de acceso al pueblo. Nos contó además que su cima tiene una excelente vista de la zona y que, con suerte, si se despeja la neblina de la parte alta, podríamos observar el valle del río Chancay o el ansiado colchón de nubes. Así que colmados de expectativas, decidimos emprender la marcha eligiendo la ruta más larga pero con menos pendiente.
Pronto nos dimos cuenta de que el cerro Pucho era mucho más grande de lo que habíamos imaginado. La vegetación del cerro tiene alguna que otra flor silvestre y pequeños arbustos que, según Álvaro, poseen propiedades medicinales.
El camino va por senderos de tierra y rocas de color amarillo, marrón y blanco demarcado por matorrales donde predominan los tonos verdes y naranjas opacos, producto de la escasez de lluvias de este año y por lo que se lamenta Álvaro; sin embargo, para nosotros, es significado de buen clima para acampar. Irónicamente, durante casi todo el ascenso nos acompañó la neblina y solo durante el último tramo pudimos ver la cima de nuestro destino, que cada vez se hacía más distante y más pesadas nuestras mochilas.
Después de una hora y veinte minutos, por fin llegamos. La cima del cerro Pucho es una pequeña meseta, ideal para acampar. Fuimos a conocer los alrededores, encontramos enormes acantilados formados por una pequeña cadena montañosa a la que se puede acceder con sumo cuidado; lamentablemente, no pudimos apreciar el paisaje debido a la espesa neblina, así que almorzamos, establecimos nuestro campamento y descansamos al aire libre esperando que el clima mejore al atardecer.
Lentamente nos dejamos llevar por el cansancio y el sosiego, con un suelo de tierra blanda como colchón y un hermoso manto blanco de neblina como cobertor, nos quedamos profundamente dormidos. Después de lo que pudo ser cinco minutos o una hora, despertamos muertos de frío escuchando los alegres huaynos que salían de la radio de Álvaro.
La noche llegó acompañada de una fina llovizna y trayendo consigo el frío y su implacable caricia. Sin más que hacer, nos tumbamos en nuestra carpa y esperamos que la naturaleza desahogue su furia; unas horas después, despertamos con las palabras entusiastas de Álvaro, avisándonos que el cielo está despejado y se pueden contemplar todas las estrellas. Como un niño emocionado, salió del calor de la carpa al frío de la noche y me apresuré a seguirlo.
Sin luz que las pueda opacar, las estrellas brillaban armoniosas y unas escasas nubes complementaban el cielo nocturno; hacia donde sea que mirábamos en el horizonte, se podían ver las obscuras siluetas de lejanos cerros adornados por las pequeñas y alegres luces de los centros poblados de Chota y Lambayeque; de este último, se podía apreciar las luces de Carhuaquero, Chongoyape y otros poblados más pequeños. Más a la distancia, las nubes se iluminaban de un intenso color naranja, característica de la contaminación lumínica provocada por las ciudades grandes; asumimos que se trataba de Chiclayo.
Mientras me llenaba los ojos con todo lo que la noche tenía que ofrecer, un grito largo y agudo irrumpió en el ambiente, pude observar a Álvaro parado al borde del precipicio y usando sus manos a modo de amplificador, aullando con todas sus fuerzas “uuuhhh”, quizás esperando ser escuchado por alguien en los poblados bajo las faldas del cerro o quizás como un grito de libertad o felicidad desde lo más hondo de su alma, un instinto primitivo de un pasado en el que nuestro vínculo con la naturaleza era más cercano. Por un momento deseé gritar igual, pero supongo que aún necesito despertar ese instinto en mi.
Después de un rato me quedé solo, con mis pensamientos y la oscuridad de la noche, contemplando las estrellas en silencio, hasta que, oprimido por la inmensidad del paisaje y vencido por el frio, tuve que buscar refugio en el interior de la carpa.
Desperté poco antes de que salga el sol, esperando con ánsias los colores propios del alba, pero la bruma matutina y las nubes crearon un amanecer gris pero no desprovisto de belleza. Caminé hacia el extremo del precipicio desde donde se podía contemplar a las faldas del cerro un espeso bosque, que en las palabras de nuestro guía, alberga especies como el venado, el león (puma andino), el oso de anteojos, el oso hormiguero y otros. Más adelante se veía Chongoyape y gran parte del valle del río Chancay, que aún estaba sombrío al vaho de la mañana; unos pocos rayos de sol se colaban entre las nubes. Álvaro contemplaba el paisaje sentado en una roca al borde del precipicio, mostrando la verdadera dimensión de la escena.
El regreso fue más corto pero no menos exigente. Cuando llegamos nuevamente a San Juan de Cojín, el pueblo ya no parecía un fantasma; por el contrario, el sol inundaba cada rincón, todo estaba colmado de verde, los animales pastaban contentos y las personas nos saludaban como viejos conocidos.Era momento de volver. Al alejarnos, observé una y otra vez el cerro en el que habíamos pasado la noche anterior, buscando la forma de “pucho” que no pude apreciar el día anterior debido a la neblina y por más que traté, solo pude ver una quebrada empinada que parte la montaña a la mitad. No encontré la forma que buscaba, pero sí la experiencia que tanto me hacía falta.